lunes, 31 de mayo de 2010

la intimidad en el transporte público

El viernes pasado, en el tren que me llevaba a la uni, tenía a un hombre dormido como compañero, delante mío. Debería estar tan a gusto que, a los dos minutos de trayecto, empezó a roncar. Hasta allí, nada sorprendente. El caso es que el hombre debió estar soñando algo suculento, porque entonces empezó a babear. Un hilillo de baba le caía de la boca hasta la mochila que tenía entre sus brazos, suave y pegajosa, se iba haciendo hueco en el mundo y en mi mañana ininterrumpidamente.
Era asqueroso, pero muy divertido a la vez.
En estas estaba, mirando la baba del hombre con cara de asco pero con una sonrisa (y no podía dejar de mirarla, tenía ese morbo vomitivo que hace que las películas gore tengan público) cuando el tío se despertó de repente, como si hubiese notado mi mirada punzante. Pegó un pequeño gruñido modo cerdo y se dirigió a mi con mirada desafiante (o eso me pareció). Qué miedo!
Inmediatamente yo di un pequeño saltito del susto y hice ver que miraba hacia otro lado, por la ventana primero, al libro que tenía entre mis manos después.
Disimulé porque me daba vergüenza que ese hombre supiese que había estado observando como segregaba fluidos sin su permiso, me había inmiscuido en su intimidad, y cuando él se dio cuenta, intenté disimular inútilmente. El allanamiento de morada ya estaba hecho. Pero me sabía mal que él se hubiese dado cuenta de que había estado haciendo el ridículo y que yo fuese la cómplice, la testigo y verdugo que tenía que juzgar ese acto íntimo en medio de un lugar enormemente público.

Me encanta el transporte público. En él los cánones sociales están totalmente presentes. Y cuando se nota su ausencia, resultan una fuente constante de anécdotas.

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