martes, 28 de abril de 2009

formentera


Era una tarde de verano. Estábamos en Ibiza, en casa de mi hermano Dani, que por aquel entonces vivía allí. Bueno, decir casa es un eufemismo, porque más bien eso era un cubículo desordenado de apenas 30 metros. Para vivir uno, era pasable, pero allí estábamos tres hermanos, Rita, un amigo de Dani y su novia. No se cabía. Eso sí, tenía una terraza muy grande, que era donde hacíamos la vida: allí comíamos, desayunábamos, leíamos, veíamos los Juegos Olímpicos y, alguna vez, incluso dormíamos.

Cierto día, mi hermano Jaime, Rita y yo decidimos que ya era hora de coger un ferry y visitar uno de mis lugares favoritos en el mundo: Formentera. Cogimos dos camisetas y lo metimos todo en una mochila. Dos billetes de veinte euros, y a vivir la aventura. Llegamos a la pequeña isla balear a las 8 de la tarde. Alquilamos unas bicis, y a pedalear. Formentera, la isla de moda, mediados de agosto. Imposible encontrar alojamiento. Bah, dormiríamos en la playa.


Y eso hicimos. Decidimos darnos un festín: comer un plato de pasta. Fue en un local a pie de playa. Nos hicimos amigos del camarero, un jipi (que no hippie, son diferentes) que vivía desde julio en una furgo robada. El tipo tenía unos 15 piercings sólo en la cara (afirmaba que tenía más por el cuerpo). Hijo de la clase media-alta barcelonesa, era un fugitivo de Bonanova. Uno de tantos que se avergonzaba de que sus padres estuviesen acomodados, a los que la jungla del pijerío había martirizado y que quería mostrar su asco al mundo en general y a Barcelona en particular. Nos recomendó un pinar apartado para dormir (en Formentera, afirma la leyenda urbana, si duermes en la playa te ponen multa) y nos invitó a una fiesta. Una rave de perroflautas. Mi sueño hecho realidad. Sin embargo, hay cosas demasiado buenas para ser vividas, y mis dos compañeros de viaje estaban demasiado cansados como para irse de fiesta. Así que nada, a dormir se ha dicho.

Al final, decidimos hacer de la arena de playa nuestro colchón. Dormir, bien y cómodos, no dormimos. Pero al menos descansamos. A las seis de la mañana, nos despertó un basurero diciendo “como os pillé la guardia civí, os pasaréis el día en la comisaría.” Amenaza certera. Nos despertamos, y, no sin antes ver amanecer, nos fuimos a otra playa a continuar con la compañía de Morfeo. Nos quedamos en bañador y nos dormimos. A eso del mediodía, nos despertamos. Estábamos quemados, y cuál fue nuestra sorpresa cuando vimos que estábamos rodeados de viejos en pelotas: habíamos aterrizado en una playa nudista.


Fin de nuestra odisea en Formentera. Ese mismo día encontramos un hostal bastante bien de precio, al fondo de un camino rural que se hacía en un momento en la bici. Estuvimos allí dos noches, y luego de vuelta a Ibiza. Después a coger un avión a Barcelona. Un Spanair, apenas unas horas después del accidente de Madrid. Nunca antes había visto llorar a una azafata de avión mientras señalaba las puertas de emergencia.











todo esto no es más que un pretexto para enseñar esa foto, que por cierto, me obsesiona.

martes, 14 de abril de 2009

las oportunidades del pasado


“las oportunidades marcan nuestras vidas, incluso aquellas que dejamos pasar”, o eso dice Brad Pitt/Benjamin Button en un momento dado de las tres largas (pero distraídas) horas de película.

Somos los hijos de una oportunidad. Los hijos de toda una generación que se buscó la vida de una forma que nosotros no entendemos ni experimentaremos. Nuestros padres se marcharon a la ciudad para encontrar nuevas oportunidades y dárnoslas también a nosotros.

Somos esa generación de medio perdidos: en las ciudades abundamos y en el pueblo no nos quieren tanto como a los nativos, pero nos acogen: los niños que salieron de la movilidad hacía la ciudad, pero cuyo origen es el campo. Intentamos aprovechar esa oportunidad que nos dieron nuestros progenitores: abrimos nuestra mente y somos resistentes físicamente, consiguiendo, vanamente o no, coger lo mejor de los dos mundos en los que vivimos: el campo y la ciudad.

Momentos así hay cada año. Pero poco a poco e inevitablemente todos hemos cambiado. Hemos crecido. Creo que una de las pocas cosas que queda en común con esos primeros años es esos colchones cada vez más hechos polvo y… la birra.