En perro flaco, parece todo son pulgas. Nunca he visto un maremoto arrasar 5th avenue, canta Melendi.
Viendo estos días los telediarios, leyendo las crónicas del dolor que se dibujan en las páginas de los periódicos, con una rabia no materializada que los periodistas intentan vanamente transmitir al primer mundo, ciego y loco, no he podido evitar llorar amargamente.
La catástrofe de Haití es una de las que más me ha tocado. Quizás de una forma totalmente egoísta, ya que tengo un primo adoptado haitiano que vive aquí desde hace un par de años, y eso me ha sensibilizado. Se llama Budi, tiene 4 años y es genial. Listo, y muy muy gracioso, tiene la alegría que posee cualquier niño feliz. Solo pensar que si se hubiese quedado en la isla caribeña quizás ahora estuviese muerto se me pone la piel de gallina.
Aparte de las actuaciones del macabro destino, he aprendido, y me ha costado 20 buenos años y una educación basada en la solidaridad, a ponerme en el lugar de los demás. Ahora hará un año, un temporal de viento que hubo un fin de semana tiró un montón de pinos en Sant Cugat. Uno de ellos, situado en mi jardín, destrozó parte de la fachada de mi casa, y si llega a caer en un ángulo un poco más cerrado, hubiese destruido la cocina y matado a mi abuela, que estaba dentro en ese momento. Nos quedamos sin luz ni agua caliente 4 días, incomunicados 2 largos días. Tuve que mudarme a Barcelona ese fin de semana ya que estaba de exámenes. Recuerdo las molestias que ocasionó, recuerdo ver a mi madre llorando del susto cuando el enorme pino cayó y nos destrozó medio jardín. Y si eso ya me pareció algo que no deseo volver a vivir, me lo imagino multiplicado por 10.000 y se me encoge el corazón.
El sufrimiento debe ser horrible. El hecho de perder todos tus objetos materiales, de no tener donde dormir ni qué comer, de no saber si tu familia y amigos están vivos o muertos, de deambular por unas calles repletas de cadáveres con su consiguiente olor nauseabundo. O peor, como debe ser la situación, la desesperación mental, de que se te caiga la casa encima y quedar atrapado entre polvo y ruinas, sin saber qué hora es, cuantos días llevas allá, sin ver la luz del sol, sin ni siquiera poder gritar porque tu garganta tiene adherido el polvo que has inhalado en tu lecho de destrucción.
Después de cumbres como la de Copenhague, la furia de la naturaleza golpea para demostranos la fragilidad de nuestra existencia. No es Dios la mano que ha actuado, con intención de hacernos reflexionar sobre nuestra condición espiritual, como dice el señor Munilla, sino la naturaleza para advertirnos de como va a ser nuestro futuro si seguimos así. Y, como suele ocurrir en la gran mayoría de este tipo de casos, los juzgados no coinciden con los culpables.
Si no podemos ayudar, al menos no debemos olvidar.
Y si con todas nuestras energías deseamos que la caja de pandora jamás se vuelva a abrir, quizá la conseguiremos sellar.